• La Verdad del Sureste |
  • Viernes 29 de Marzo de 2024

“Crimen organizado”, nuevo pretexto para la impunidad y ausencia de justicia


Aquiles Córdova Morán


Nunca me ha satisfecho del todo la expresión “división de poderes” porque la encuentro técnicamente inexacta y, por tanto, falsa en cierta medida. Estoy más de acuerdo (aunque esto no pase de ser mi opinión personal) con quienes afirman que el poder es uno sólo, indivisible y por tanto imposible de repartirse entre diversos encargados de ejercerlo, sean individuos o instituciones. ¿Qué hay, pues, en la esencia de la expresión “división de poderes”? ¿Cuál es su contenido real y cómo hay que entenderlo para su correcta aplicación? Otra vez en mi simple opinión: la “división de poderes” es, en realidad, una distribución de las funciones, tareas y responsabilidades de un único y verdadero poder, el poder del Estado que, a través del aparato de gobierno, se ejerce, sea de modo libremente consentido o no, sobre el resto de la sociedad.
    Esto no quiere decir (al menos no para mí) que tal división de responsabilidades en tres grandes áreas o jurisdicciones del poder único del Estado (ejecutivas, legislativas y judiciales) no tenga ningún efecto práctico, ninguna importancia, ninguna repercusión en la vida y en el desarrollo de la sociedad, de las familias y de los individuos. Creo por el contrario que la humanidad dio un gran paso al deshacerse de formas de Estado y de gobierno fundadas en la total y absoluta concentración del poder en una sola persona o institución, tales como las tiranías, las distintas variantes del despotismo y las monarquías absolutas propias del Estado feudal, sustituyéndolas por regímenes democráticos o, al menos, por monarquías constitucionales, esto es, con un monarca acotado en sus facultades, antes omnímodas, y sometido por tanto al imperio de la ley. Con esto, con el reparto de las funciones del Estado entre instituciones elegidas por la soberanía popular e independientes en su actuar las unas de las otras, se consiguió evitar, en medida considerable, los abusos, las arbitrariedades, los caprichos y la crueldad de los gobernantes en perjuicio de sus gobernados. La sociedad pudo respirar más libremente.
    Justamente por esto, veo como algo muy grave y corrosivo para el edificio social el que la “división de Poderes” sea, o se vaya convirtiendo con el tiempo, en algo puramente formal, declarativo, útil solo para los discursos y la demagogia destinados a engañar o adormecer la conciencia nacional. Resulta obvio para cualquiera el carácter indispensable, imprescindible de una Constitución, por el doble y decisivo papel que desempeña, o que debe desempeñar: 1) mantener la unidad y la cohesión de la sociedad, que por definición está integrada por clases, fuerzas, corrientes ideológicas y partidos con intereses y puntos de vista distintos y que, por tanto, sin la acción unificadora y sin la coincidencia en lo fundamental que dicha Carta Magna expresa, vivirían en constante lucha, en un caos permanente que haría imposible la existencia y el desarrollo del conjunto; 2) permitir e impulsar el progreso y el desarrollo de todos, garantizando a cada quien la oportunidad de trabajar y prosperar según sus aptitudes, vocación, intereses y puntos de vista. La concentración, legal o ilegal, del poder en una sola persona o institución, la falta de independencia de los “poderes”, impide a la Constitución garantizar la cohesión y la evolución positiva del todo y, en cambio, fomenta el descontento y la anarquía, sobre todo en los grupos menos favorecidos. Así, queriéndolo o no, quienes violan la Constitución desde el poder, quienes hacen de ella papel remojado pensando que su privilegiada posición los pone al abrigo de todo riesgo desde hoy y para siempre, colocan una bomba en la base misma del edificio social, una carga de dinamita que, de no retirarse o desactivarse a tiempo, terminará por estallar con las consecuencias que todos podemos imaginar.
    La justicia mexicana, como he dicho ya en otras ocasiones, está casi totalmente desacreditada, a grado tal, que la gente teme más a la policía o a la sala de un juzgado que a la delincuencia misma. Nadie cree en tal justicia, y el público se pitorrea de frasecitas hechas y repetidas como “nadie por encima de la ley”; “llegaremos hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga”; “la ley no se negocia” o “iremos a fondo para deslindar responsabilidades y castigar a los culpables”, con que se suele salir de apuros en momentos de crisis. La causa de esto radica, además de la ineficacia, venalidad y parcialidad de los funcionarios judiciales, en la evidente falta de independencia frente al Poder Ejecutivo. Es un hecho conocido que los jueces actúan, en un buen número de casos, por órdenes “superiores”, es decir, por consigna de algún poderoso enquistado en el Poder Ejecutivo, convirtiendo con ello a la ley en un simple garrote, en un instrumento de intimidación, persecución y represión de los opositores, de personajes molestos y de competidores políticos irreductibles. Y se sabe bien que cuando alguien enfrenta una acusación prefabricada por razones políticas, ningún recurso legal ni garantía constitucional puede salvarlo de la cárcel. Esta es una de las causas más visibles del creciente descontento popular que se respira en el país.
    Por si algo faltara, ahora se añade un nuevo ingrediente a la falta de verdadera justicia que priva en México. Se trata del omnipresente, ubicuo “crimen organizado”. Este “fantasma que recorre México” se ha convertido rápidamente en un excelente pretexto, en un pantalla eficaz para disimular la corrupción, la ineptitud o la complicidad de los órganos encargados de la seguridad y de la justicia; está de moda salir de cualquier paso difícil achacando la culpa “al crimen organizado”, escudarse en él para eludir la obligación de presentar resultados rápidos y creíbles y en los casos de delitos graves con la sobada “explicación” de que “todo indica que detrás de esto está el crimen organizado”. Parecen querer decirnos con eso: aquí no hay nada que hacer más que resignarse. Cito algunos casos. 1) El secuestro y asesinato de don Manuel Serrano Vallejo, que tozudamente se achaca al crimen organizado a pesar de las inconsistencias evidentes de la versión oficial, y a pesar de que los verdaderos culpables no se recatan para seguir amenazando abiertamente a la familia Serrano. Ni siquiera se ha hecho entrega de su cadáver a la familia, mínimo e indiscutible derecho de los agraviados; 2) el secuestro en Toluca de la activista antorchista Francisca García Romero, a quien se privó de la libertad el mismo día en que se hizo público el asesinato de don Manuel, en un claro mensaje intimidatorio a sus compañeros para disuadirlos de cualquier intento vigoroso de protesta. En este caso,  los secuestradores mismos dijeron expresamente a la víctima que “somos gente del Procurador” y dejen ya de “hacerle al pendejo” porque “los vamos a chingar a todos”; 3) El encarcelamiento de dos líderes campesinos de Joquicingo, Estado de México, y su sujeción a un largo juicio, a pesar de que el delito que se les imputa (secuestro) está tan mal zurcido que las costuras y la mano que lo fabricó se advierten de lejos y a simple vista. Ni quejas, ni denuncias públicas, ni recursos legales han tenido efecto alguno en todos estos evidentes casos de abuso de poder y de prostitución de la ley. Y hay hechos que nos acercan más al borde de la tragedia nacional, como el caso Tlatlaya y el espeluznante y reciente secuestro de 43 estudiantes normalistas, crímenes abominables si los hay, que al parecer también se intentan “resolver” culpando al “crimen organizado” y a la “ola de inseguridad que vive el país”. Pero la gente comienza a ver esto, si no una prueba de complicidad, sí un testimonium paupertatis de los cuerpos de seguridad,  una confesión de ineptitud y falta de profesionalismo que el país no puede aceptar sin más. Urgen resultados prontos y creíbles en todos estos casos ¡Urge que se entregue, ya, el cadáver de don Manuel Serrano Vallejo! De lo contrario, la hoguera seguirá creciendo y cada día se tornará más difícil de sofocar.