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  • Sábado 20 de Abril de 2024

LEYES INOCUAS Y EXPLOTACIÓN INFANTIL


Abel Pérez Zamorano
* Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, integrante del Sistema Nacional de Investigadores. Profesor, investigador y Director de la División de Ciencias  Económico Administrativas de la UACH

La Organización Internacional del Trabajo (OIT), de las Naciones Unidas, adoptó en su Conferencia Internacional del 26 de junio de 1973 el “Convenio 138”, que establece 15 años cómo edad mínima para trabajar; sin embargo, el gobierno mexicano no lo hizo suyo ni, consecuentemente, se comprometió a cumplirlo. Hubieron de transcurrir 41 años, para que, apenas en marzo pasado, la Cámara de Diputados aprobara ese mínimo de edad (Artículo 123 constitucional, Fracción III), superando así la edad de 14 años, norma contenida en la Constitución desde 1962, y que a su vez corrigió la de 12 años establecida en 1917. Tras ese prolongado retraso está sin duda el interés de los empresarios por utilizar el trabajo de los niños con las menores restricciones legales posibles. Pero existen, ciertamente, normas en la Ley Federal del Trabajo en su Título Quinto Bis, entre los artículos 173 a 180, y también el Convenio 182 de la propia OIT, de 1999, sobre “Las peores formas de trabajo infantil”, y, por si hiciera falta, hasta se ha establecido el Día Mundial contra el Trabajo Infantil: el 12 de junio. Así pues, aunque sea a paso de tortuga, por leyes y declaraciones no queda, pero carecen de efectividad y no pueden revertir la dolorosa explotación del trabajo infantil.
    Según la OIT, en 2012 había en el mundo 168 millones de niños entre 5 y 17 años trabajando, el 11 por ciento de ese rango de edades, 85 millones de ellos en labores peligrosas, sin que importe gran cosa el mencionado Convenio 182. En México, según las poco confiables cifras oficiales, un millón cien mil niños con menos de 14 años de edad trabajan. Si ya de por sí esto es un grave problema, a ello se añade que, según INEGI, del total de niños ocupados, el 47 por ciento no percibe salario alguno, y 25 por ciento gana “hasta un salario mínimo”. El 27 por ciento del total de niños trabajadores tiene edades entre 5 y 13 años. El trabajo infantil en México destaca en el mundo entre los más rapaces: de acuerdo con CNNMéxico ocupamos el sitio 56 (entre 197 naciones) con mayor prevalencia de trabajo infantil, lo que nos coloca en situación de “riesgo extremo”. Así, la letra de leyes y tratados internacionales es abiertamente violada, sencillamente porque tales normas carecen del respaldo de una fuerza que los haga valer, y porque no fueron hechos para proteger a los débiles, sino a los poderosos; a lo sumo tienen un carácter meramente retórico.
    Ante esta situación, se escuchan llamados, como el de la CNDH a “sensibilizarse” ante el trabajo infantil, totalmente inocuos, pues, lamentablemente, el problema no es de sensibilidad, sino de carácter económico; es manifestación de intereses muy poderosos, que lo encuentran útil para reducir costos y maximizar ganancias, pues los niños oponen menos resistencia a los mandatos de los patronos, son más dóciles y se les paga menos, o muchas veces nada, con lo que generan más plusvalía. Véase, por ejemplo, el caso de los supermercados, donde se utiliza niños para empacar las mercancías como mano de obra gratuita, cuya remuneración depende de la caridad de los clientes, liberando a las empresas de este costo. Algo similar acontece, aunque bajo el manto sagrado de las “economías campesinas familiares”, tan ponderadas por algunos, cuya supuesta “competitividad” se consigue explotando el trabajo impago de toda la familia.
    Pero no nos confundamos. Ciertamente, como parte de su educación es necesario que los niños aprendan a realizar algunas actividades útiles de apoyo en su familia (algunas tareas domésticas) o en la comunidad, pero en medida dosificada, sin dañar su salud ni afectar para nada el tiempo dedicado a la escuela y sus tareas, al juego y el deporte, o al indispensable descanso apropiado a su edad. Ejecutar algunas tareas les enseña la dificultad de conseguir los recursos y les hace conscientes de la necesidad de cuidarlos; desarrolla su sentido de responsabilidad, pone en acción habilidades físicas y mentales y genera disciplina. Los niños deben habituarse desde pequeños a realizar ciertas tareas; el ocio no educa hombres de bien. Sin embargo, aquí hablamos de explotación en lo que se llama trabajo económico; de extenuantes jornadas para sobrevivir, que menoscaban la salud, degeneran la moral y arrancan al niño de la escuela, ello no obstante toda una batería de leyes que protegen el derecho a la educación, como el Artículo tercero constitucional que ordena que: “Todo individuo tiene derecho a recibir educación… La educación preescolar, primaria y secundaria conforman la educación básica; ésta y la media superior serán obligatorias”. Todo esto queda en letra muerta, pues 54 por ciento del total de niños que trabajan no asisten a la escuela, y uno de cada tres infantes de 15 años no estudia. Por esto, no resuelve gran cosa que se reformen leyes sobre educación, mientras la pobreza de la mayoría de las familias mexicanas empuje a los niños a trabajar para contribuir al ingreso. Ello ha dado lugar a una condena moralista contra los padres que mandan a sus hijos a trabajar, que pretende confundir las cosas, pues deja de lado, con toda intención, el desempleo y los míseros salarios pagados a los trabajadores mexicanos, que les empujan, para sobrevivir, a enviar a sus hijos a trabajar a muy temprana edad; lo hacen no porque sean unos explotadores, sino porque el sistema les priva del ingreso necesario. No son ellos los culpables en última instancia, sino víctimas junto con sus hijos de un sistema brutalmente empobrecedor de la mayoría.
    En fin, la explotación de los niños no sólo roba su infancia, sino, como secuela, arruina toda su existencia, afectando gravemente la salud y la moralidad y privándoles del disfrute de una niñez feliz, del deporte, los juegos y el aprendizaje. Así, las oportunidades de superación y la educación se convierten en privilegio de los sectores de ingresos medios o altos. Y como vemos, las leyes que amparan a los desheredados se violan abiertamente, no así las que protegen la propiedad y la acumulación, para cuya salvaguarda existe toda una parafernalia de gendarmes, abogados y jueces. La política protege esos intereses: si gobiernan los grandes empresarios, hacen leyes a su conveniencia y amparados en su poder pueden violar aquéllas que les afectan; consecuentemente, para que se hagan y apliquen efectivamente leyes que protejan a los pobres, éstos deben hacerse fuertes.