• La Verdad del Sureste |
  • Jueves 28 de Marzo de 2024

Cien años de gratitud


Por Uriel Tufiño


 

@UTufigno
Todos tenemos ciertos tesoros. Algunos consideran a los bienes materiales como la verdadera y única riqueza; en cambio, otros -me incluyo- pensamos que hay otro tipo de bienes por atesorar. Como una de mis joyas más apreciadas guardo un libro, no tanto porque sea una de mis lecturas preferidas sino porque en una de sus primeras hojas contiene una dedicatoria personalizada –a mi nombre- firmada por Gabo, el gran Gabriel García Márquez. Los pormenores de cómo me hice de tan invaluable tesoro sobran en este espacio pero les diré que fue gracias a la intermediación de un amigo.     
    ¿Cuál fue la clave de García Márquez para convertirse en el escritor inmortal que hoy es a pesar de su muerte? Porque aún con su enorme talento, Gabo era diferente a otros escritores de su generación. Por citar sólo algunos ejemplos: Carlos Fuentes es la personificación de la refinación intelectual; Julio Cortázar tiene la fuerza de la narrativa; Álvaro Mutis la exquisitez del empleo de español; José Saramago representa la crítica ácida y Jorge Luis Borges es la cultura que juega con los conocimientos del lector. Me reservé a Juan Rulfo porque éste no se entiende sin Pedro Páramo, obra que le pareció maravillosa a García Márquez.
    Para justificar el éxito de Gabo se le pretende atribuir la paternidad del llamado “realismo mágico” en la literatura latinoamericana, pero en realidad el realismo mágico es el que puede reclamar la paternidad del escritor colombiano. Basta con asomarse a la realidad de nuestros pueblos para darnos cuenta de que la obra de García Márquez es la descripción de las venturas y desventuras del subcontinente latinoamericano. Sólo tuvo que observarlas y escribirlas. ¿O ocaso no ocurre que, como le pasa a Úrsula Iguarán en “Cien años de soledad”, nuestros muertos son quienes deben evidenciar su propia muerte? A donde miremos vamos a encontrar las realidades alteradas contenidas en el género del realismo mágico.
    La defensa de la Revolución Cubana y de Fidel Castro fue el origen de la disputa que, hasta el final, enfrentó a Gabriel García Márquez con Mario Vargas Llosa, con quien rivalizó en la literatura y en el terreno de las ideas políticas. El encarcelamiento de un poeta cubano –Heberto Padilla- marcó la división no sólo entre los dos escritores, sino entre los escritores latinoamericanos en general. No había tregua ni medias tintas. O se estaba de un lado o se estaba del otro. Pero, a diferencia de Vargas Llosa, Gabo se mantuvo ajeno a las tentaciones del poder y el activismo político, si bien mantuvo cercanía con mandatarios de distintos países pues su mundo eran las letras y el periodismo.  
    Referenciado por primera vez en “La hojarasca”, Macondo -pueblo fundado por José Arcadio Buendía- es desde hace tiempo el lugar más visitado de Colombia pues muchos viajan para allá con la esperanza de conocerlo. Lo curioso es que no existe físicamente, así que lo más próximo que pueden visitar es Aracataca, el municipio que vio nacer a quien en 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura, uno de los más merecidos de la historia. Aunque tal vez algún día, como ocurrió con la ciudad de Troya, llegué un explorador que descubra que Macondo siempre estuvo ahí, a la vista de todos, pero debajo de un montón de libros.
    En “Cien años de soledad” Úrsula Iguarán “amaneció muerta el jueves santo”. Gabo murió el mismo día y quizá en el mismo año que ella, lo que no sería una sorpresa pues probablemente profetizó sus días finales. García Márquez deja un enorme legado para la posteridad y los homenajes apenas empiezan, mucho antes de que termine de despedirse de sus amigos. El tributo al escritor que escogió a México como lugar de residencia es más que justo, pero no me termina de convencer la presencia de Peña Nieto, quien como candidato no pudo citar tres libros que “lo hubieran marcado”. Y más me preocupa que muchos mexicanos parecen haber contraído la “peste del olvido”, enfermedad que ataca a los pobladores de Macondo, que hacía que le gente olvidara primero el nombre de los objetos, luego el de las personas y, finalmente, hacía que la gente se olvidara del significado de sí misma.